Una amiga en la habitación 74
Una amiga en la habitación 74
SEGUNDO PREMIO DE RELATO
CATEGORÍA: ESO
Raquel Gil Morales. 2º C ESO. COLEGIO SANTA TERESA DE JESÚS
La cosa empezó cuando tenía seis años y mis padres empezaron a notar que me comportaba de manera extraña. Constantemente dibujaba monstros o personas sangrando, decía ver cosas que ellos no veían, tenía constantes pesadillas y, a veces, me inventaba muchos amigos imaginarios.
Primero me llevaron a un psicólogo, pero este dijo que no había nada de qué preocuparse, que a mi edad los niños tienen mucha imaginación y que posiblemente veía demasiada televisión.
Pasa un año, pasa otro y la cosa no cambió. Con ocho años volví al psicólogo. Esta vez era una mujer. Me hizo unas cuantas preguntas, me enseñó varios dibujos y así, estuve yendo una vez a la semana durante más o menos un mes, pues ella había llegado a una conclusión: tenía esquizofrenia.
En el colegio siempre había estado sola, no me gustaba mucho eso de socializarme, pero en general era tranquila. A los profesores les caía bien porque sacaba buenas notas; sin embargo, les daba pena verme sola.
Como a los nueve años aún no tenía ningún amigo intentaron juntarme con otras niñas, pero escogieron a las peores posibles, pues eran tan falsas y tan tontas que simplemente me daba rabia pero, obligada por los profesores, empezamos a juntarnos. Aunque no fue por esa experiencia por lo que acabé aquí, aunque, bueno, a lo mejor pasara lo que pasara iba a acabar aquí.
Un día pillé a una de estas chicas (si es que se les puede llamar así) hablando muy mal de mí, entonces mi querida cabeza me hizo una mala jugada porque, al ver a una niña tonta hablar mal de mí, empecé a ver una criatura humanoide diciéndome que no sirvo para nada. Entre el miedo y la rabia corrí hacia ella y cuando la tuve enfrente empecé a pegarle como si no hubiera un mañana. En el primer puñetazo la desconcerté, aproveché para empujarla y tirarla al suelo, luego me puse encima y comencé a darle su ración de paliza.
Dos de sus «amigas» me miraban perplejas con el miedo a flor de piel en toda la cara y la otra nada más ver el primer golpe salió corriendo a buscar ayuda, ya que poco después vino acompañada de la profesora, que me agarró muy enfadada y llamó a mis padres. Mientras esperaba vi como la niña a la que había pegado estaba toda despeluzada, llena de moretones, con la cara roja y sangrando por la nariz, y en ese momento pensé «¿de verdad he podido yo hacer eso?».
Después de que llamaran a mis padres nos fuimos en el coche con una tirantez inmensa en el aire. Ya en casa me dieron el almuerzo y me mandaron a mi cuarto; me dijeron que leyera o que hiciera algo tranquilo, ya que ellos iban a estar ocupados trabajando y no querían ninguna molestia.
Poco estaban trabajando porque se oía a mi madres desde la cocina haciendo una llamada con tono de preocupación. Esa noche no pude dormir, tenía demasiadas cosas en que pensar, lo que había visto, lo que había hecho, el daño que hice, la llamada de mi madre… me dieron ganas de que me tragara la tierra para no volver a salir.
Una semana después hicimos un viajecito en coche, le pregunté a mis padres a dónde íbamos, pero me dijeron que era una sorpresa, se limitaron a poner música y a esperar a que llegásemos.
Cuando llegamos no sabía qué pensar, era un edificio alto y blanco, y tenía un cartel en medio que ponía Centro Psiquiátrico Victor Hugo.
Estaba flipando: ¿me iban a llevar a un loquero? Les pregunté si era una broma o algo por el estilo (ya sabía la respuesta, pero siempre hay que tener un poco de esperanza) y claramente me lo negaron, les dije que pasaba de entrar allí, pero son tan tozudos que me acabaron llevando a rastras.
Ya dentro nos quedamos haciendo fila mientras yo rezaba porque no avanzara. Cuando llegó nuestro turno le entregamos unos documentos a la señora que atendía y luego me despedí de mis padres, ya que una de las trabajadoras me iba a enseñar el lugar.
La mujer no se extendió mucho, me enseñó el comedor, una habitación de juegos de mesa, un lugar insonorizado y acolchado al que me dijo que me iría si no me portaba bien (la típica cuidadora amargada, a la que no le gustan los niños). Por último, me enseñó mi habitación, la habitación 74, donde pasaría mi vida hasta el día de hoy.
La habitación en sí era un espacio de unos catorce metros cuadrados con una cama pequeña, una mesa en el centro y un armario de un metro de ancho y dos de alto. Claramente, aquello (porque de habitación nada) no tenía ni una sola ventana, supongo que para no me escapara y, con razón, porque aquello parecía una pesadilla, la peor de mi vida.
Durante el primer día intenté encontrar a alguien, a un aliado para que me ayudara y me defendiera. Tenía que ir preparándome para lo que me esperaba, no iba a ser una de esos idiotas que aceptan su destino con tanta facilidad.
En la hora de comer estuve analizando a las personas que había allí. No era conveniente volver a juntarme con un grupito. Entre los más cuerdos encontré a un chaval de más o menos mi edad (por cierto, ya tenía once años) encapuchado mirando hacia la comida, una niña de también parecida edad a la mía jugando con la comida con una cara de asco increíble y un niño de unos siete años jugando con unos legos.
Decidí ir a hablar con la niña que se moría del asco y sentarme a su lado. En el momento en que me vio venir, me echó un vistazo de arriba a abajo, una mirada de asco, y volvió a sus asuntos. Le pregunté que por qué estaba allí y me dijo que no era asunto mío, que no quería una molestia más en su vida; luego se fue a sentar a otra mesa, no sin antes decirme que tuviera cuidado.
Una semana después estaba sola, lo que me convertía en un blanco fácil.
En la hora del recreo, si es que se le puede decir recreo a una habitación blanca y aburrida con unos adultos monitoreando que nos termináramos la comida para después mandarnos a nuestro cuarto, estábamos comiendo tranquilamente hasta que vino la amargada a decirnos:
—¿Alguno de ustedes, desgraciados, ha metido una rana en la comida de Daniela Díaz? ¡Como encuentre a quien lo ha hecho lo va a pagar con una tardecita en la habitación de los que se portan mal!
Yo sabía que Daniela Díaz era una chica del típico grupito que por desgracia muchos tenemos que aguantar y pensé que le venía muy bien, ya que era casi tan falsa como las de mi antiguo colegio.
Miré a la niña en la que me había interesado hace una semana (que por cierto se llamaba María) y la vi con la mirada hacia abajo; era obvio que era la culpable, eso me atrajo más hacia ella y pensé que estaría bien tenerla como aliada.
No hizo falta mucho tiempo para descubrir que era ella, la vieron jugando con unas ranas en uno de los patios. Aquella chica era una ídola para mi allí, por lo que, sin pensarlo, cuando la estaban llevando para la habitación mientras ella negaba haber hecho nada grité:
—¡He sido yo! —María y la trabajadora me miraron perplejas, y esta me cogió del brazo mientras María me miraba con la culpabilidad en la cara.
Me llevó a la habitación y me soltó con desprecio. Por suerte, la habitación tenía una ventana, así que no estaría tan sola.
Poco después de que me metieran allí, vino María, me saludó y me sonrió. La primera vez que la vi sonreír fue aquella vez.
Estuve allí alrededor de unas tres horas y media y luego me dijeron que saliera y me portara bien.
Cuando salí de ahí ya eran las 6:30 de la tarde, por lo que tenía que estar ya en mi habitación. Llegué allí y tuve una de las mejores sorpresas de mi vida: María estaba allí dentro, sobre mi cama y cuando me senté al lado me dijo:
—Traté de suicidarme.
Mientras me enseñaba el brazo y veía una raja en su antebrazo, volvió a hablar para decirme:
—¿Y tú qué hiciste?
Y yo le dije:
—Destrocé a un monstruo.
Y así hice mi primera amiga en aquella cárcel.